Real Academia Nacional de Medicina
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Sesión del día 24 de Octubre de 2006

Sesión Necrológica en memoria del Académico de Número

Excmo. Sr. D. Francisco Javier García-Conde Gómez,

19:00 horas: Misa a celebrar en el Monasterio de la Encarnación

19:30 horas: Discurso de precepto, en nombre de la Academia,

a cargo del Académico de Número

Excmo. Sr. D. Diego Gracia Guillén.

 

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En Memoria del Excmo. Sr. D. Francisco Javier García-Conde Gómez.

Francisco Javier García-Conde Gómez

 

 

 

 

 

Catedrático de Patología y Clínica Médicas
Universidad de Valencia

Académico de Número
Real Academia Nacional de Medicina

Sillón nº 6 - Medicina -

 

El discurso de precepto fue pronuciado por el Excmo. Sr. D. Diego Gracia Guillén,

Diego Gracia Guillén

 

 

 

 

 

Catedrático de Historia de la Medicina
Universidad Complutense de Madrid

Académico de Número
Real Academia Nacional de Medicina

Sillón nº 41 -Bioética-

 

La Real Academia Nacional de Medicina tiene la buena costumbre de rendir homenajes de recuerdo a todos y cada uno de los cadémicos fallecidos. Con esto quiere expresar a su familia el dolor por la pérdida sufrida, y a la vez dejar constancia escrita de la vida y obras del académico desaparecido y de la pérdida que su ausencia supone para la Medicina española y, cómo no, para la propia Academia.

Hoy me cumple el honroso honor de tener que glosar ante ustedes la vida y obra del último de nuestros compañeros desaparecidos, el Dr. D. Francisco Javier García-Conde Gómez, ingresado en esta Academia el 28 de febrero de 1978, hace casi treinta años. Falleció el día 30 de mayo de 2006, a la edad de 94 años.

Don Francisco Javier García-Conde Gómez había nacido en Madrid el 5 de diciembre de 1911, hijo de un factor de ferrocarriles. Estudió medicina en su ciudad natal entre 1927 y 1934. Su época de estudiante la ha relatado como nadie quien fue su compañero a lo largo de toda la carrera de Medicina, a la vez que amigo, y que después sería colega y presidente suyo en esta Academia: don José Botella Llusiá. No me resisto a transcribir los párrafos, entresacados de la contestación a su discurso de ingreso en la Academia, en los que describe los años que compartieron como estudiantes en San Carlos. Entre todos los alumnos de cualquier curso hay siempre, dice Botella, “media docena, esa media docena que se lleva todas las matrículas de honor, que lo sabe todo y que nos dan a los demás, a los que no pertenecemos a esa pequeña élite, un poquito de envidia. Pues bien, de estos alumnos que se cuentan con los dedos de una mano, había uno en mi curso, Javier García Conde, que destacaba por encima de todos los demás. Otros destacaban, pero ninguno se sabía el Testut como se lo sabía García Conde, ninguno recordaba tan perfectamente los dibujos de Cajal, que Tello nos proyectaba en la pantalla gigante del anfiteatro, ninguno se conocía al dedillo todas las propiedades enzimáticas de una bacteria determinada. La memoria de Javier García Conde era realmente insólita. Pero no se trataba sólo de un empollón memorístico, estaba dotado de dos cualidades extraordinarias, que ya desde muy pronto, desde sus años mozos, demostraban lo que había de llegar a ser. Tenía una aguda inteligencia, que sabía relacionar entre sí cosas que parecía que no tenían relación alguna. Es decir, tenía una mente sintética, capaz de comprender, analizar y construir. Pero al lado de esto tenía una tremenda hombría –más diría, y perdóneseme la palabreja ‘muchachía', pues todavía no éramos ‘hombres'- una tremenda muchachía de bien. No se le podía preguntar una cosa sin que en seguida quisiera explicártela. Sacaba un bloc y te hacía un esquema; otras veces te prestaba un libro.Las más, te llevaba con él a la biblioteca, aquella destartalada pero eficacísima biblioteca del piso bajo de San Carlos, donde llegaba el ruido de los tranvías que subían renqueantes la calle de Atocha; y te encontraba el libro, la monografía precisa, donde habías de hallar justamente lo que deseabas saber. Ya desde sus años primeros, tenía esa capacidad no sólo de estudiar, sino de enseñar a los demás lo que él había estudiado. El profesor nacía en él, cuando todavía no era más que un estudiante.”

“Vivía en una casa de esas casas antiguas de Madrid, un poco galdosianas; casa que todavía existe en la plaza de los Hospitales, frente por frente al Hospital General y haciendo esquina a San Carlos. Nos era muy fácil entre clase y clase, cuando quedaban tres cuartos de hora o una hora libres, subirnos a su modesto cuartito de estudiante y allí al lado de una mesa repasar temas y lecciones. Y así durante seis años, que entonces se nos hacían largos, pero que ahora me parecen un instante fugaz y felicísimo de mi vida; día a día, yo estudié con Javier García Conde las lecciones de anatomía, los apuntes de Ochoa, acudí con él a hacer disección con don Julián de la Villa, y algunas soleadas mañanas de primavera nos íbamos a sentar a un banco del Retiro y allí terminábamos de repasar nuestras lecciones”.

La continuación de esta historia nos la cuenta el propio García-Conde al comienzo de su discurso de ingreso en esta Real Academia: “En la sesión inaugural del curso 1935, entraba por vez primera en esta casa, y lo hacía para recoger el premio Rodríguez Abaytua, que la Corporación me había concedido al terminar mi licenciatura en el curso anterior.” Esta fue su primera entrada. La segunda, como académico de número, tendría lugar 43 años después, el 28 de febrero de 1978.

Pero volvamos al año 1935. En mayo de ese año ingresa por oposición en el cuerpo médico del ejército de tierra. En una entrevista concedida a la periodista Silvia Churruca, relató así el propio doctor García-Conde este periodo de su vida: “En 1934 acabé la carrera y pensé cómo contribuir a los gastos de la familia. Tenía dos caminos: médico rural u oposiciones a médico militar. Hice esto último y las saqué. He sido muy estudioso. Para las oposiciones me levantaba a las 6 de la mañana, y sólo paraba para comer y dormir. En la víspera del examen me entró una depresión y dije que no me presentaba. Mi madre dijo que, si hacía falta, mi hermano me llevaría del brazo, como así hizo. Yo ingresé en el Ejército de Tierra, porque entonces no había Aire. Después de la Guerra Civil hubo una nueva prueba para acceder a las plazas de Aire. [La guerra civil] me pilló en Madrid, pero no la pasé mal, porque no me metieron en la cárcel ni los rojos ni los blancos. Me declararon disponible gubernativo por desafecto al régimen. Yo estaba en la Academia de Sanidad Militar. Allí había un capitán que constituyó un comité que decidía si éramos afectos o desafectos al régimen republicano. Al declararme desafecto me dejaban disponible gubernativo, lo que suponía cobrar menos y que te podían meter en la cárcel en cualquier momento. Mi madre se acordó de su primo médico de Valencia, que era republicano, de los de Azaña. Me envió con él y pasé la guerra aquí en Valencia. Me apliqué aquella anécdota que contaban de alguien a quien preguntaron a qué partido pertenecía y contestó que él no era partido, sino entero. Así me he mantenido siempre. La política no es buena para los médicos, porque pierden la mitad de la clientela.”

En 1939 contrae matrimonio con doña Elisa Bru Serra y su primer hijo nace en 1940. En 1942 se doctora con una tesis titulada “La actividad del glutatión en la hipoxidosis clínica y experimental”, bajo la dirección de los profesores Santos Ruiz y Fernández Cruz. Obtiene el premio extraordinario de doctorado y el Premio Nacional de Farmacología, Fisiología y Bioquímica del año 1943. Este mismo año se incorpora a la cátedra de su maestro y amigo, don Miguel Carmena Villarta, Catedrático de Patología General. Durante tres años consecutivos fue ayudante de clases prácticas, tras lo cual accedió a una plaza de Profesor adjunto, puesto que ocupó durante siete años. En 1953, tras esos diez años, obtiene por oposición la Cátedra de Patología General de la Universidad de Santiago de Compostela, y dos después por traslado la misma Cátedra en la Universidad de Valladolid, donde permaneció durante ocho años, tras los cuales accede por traslado a la Cátedra de Patología Médica de la Universidad de Valencia. Es el año 1964. En 1966 obtuvo la plaza de Jefe de Servicio de Medicina Interna del Hospital General de Valencia. En esos puestos permanecería hasta su jubiliación en 1982. Entre otros cargos institucionales, ocupó los de Decano y Vicedecano de esa Facultad. Durante estos años, el profesor García-Conde supo crear un equipo de profesionales que fueran haciendo crecer, dentro del tronco general de la Medicina Interna, las distintas especialidades. Él cultivó principalmente la patología del Aparato digestivo, y muy en particular la Hepatología, pero promovió el nacimiento de otras varias especialidades, como la Cardiología o la Hematología y Oncología. Se necesita la inteligencia y la generosidad de los grandes hombres para aceptar las propias limitaciones y permitir que los discípulos se conviertan, en sus áreas de especialización, maestros de uno. Laín Entralgo, modificando una sentencia de Eugenio d'Ors, solía decir que no es buen padre quien en algún momento de su vida no sabe ser hijo de su hijo, y que tampoco es buen hijo quien en algún momento de su vida no sabe ser padre de su padre. Pues bien, algo similar cabía decir de todo maestro, que no es bueno quien no está dispuesto a ser discípulo de su discípulo, y que tampoco es buen discípulo el que en algún momento no sabe ser maestro de su maestro.

Quiero referirme al aspecto para mí más característico de la actividad del doctor García-Conde, aquel que definió su vocación primera y que ha dado un estilo propio al conjunto de su vida. Me refiero a su interés por la Patología general. Ésta es una disciplina que poco a poco desfallece, aunque sólo sea porque esa expresión, nacida en en el mundo germánico en la época en que los médicos todavía escribían en latín (recuérdese que el primer libro con ese título lo publicó en 1747 en Halle un discípulo de Friedrich Hoffmann, Johann Heinrich Schulz: Pathologia generalis in usu auditorium publicae luci exposita ), pasó pronto a los principales idiomas del continente europeo, especialmente al francés – Pathologie générale- y al alemán – Allgemeine Pathologie -, pero no ha conseguido carta de naturaleza en el mundo cultural anglosajón, donde el título de General Pathologie, simplemente no existe, y cuando aparece, es con un sentido completamente distinto, como sinónimo de lo que entre nosotros suele denominarse Anatomía patológica. Quizá por eso, cada vez ve más desdibujado su perfil, de modo que poco a poco, paulatinamente, va convirtiéndose de lo que primitivamente fue, en la simple docencia de la Semiología y la Fisiopatología.

¿Qué es lo que primitivamente fue? Por Patología general se entendió en sus orígenes el estudio de la parte general de la Patología, es decir, de sus cuestiones básicas y más conceptuales: qué es la salud, qué la enfermedad, qué es una especie morbosa, en qué consiste la etiología de las enfermedades, etc. Ni que decir tiene que todas estas preguntas tienen en su contra el no ser fácilmente manejables con los métodos cuantitativos o experimentales, con lo cual resultan cada vez más extrañas al médico, progresivamente más orgulloso de sus datos positivos y más reticente ante cualquier tipo de abstracción o enfoque que, rápida y peyorativamente, calificará de especulativo.

Toda persona con vocación auténticamente médica se ha hecho una y mil veces la pregunta de qué es una enfermedad. Y si nos atrevemos a poner la mano en nuestro propio pecho y pecar de sinceros, hemos de reconocer que la respuesta se nos ha resistido tantas veces cuantas lo hemos intentado. Por más que los libros de medicina identifiquen y definan la enfermedad como lesión anatomopatológica, como disfunción fisiopatológica o como infencción microbiológica, es lo cierto que la enfermedad no se deja apresar en ninguna de esas categorías, y que si bien algún tipo de alteración somática es condición necesaria de eso que llamamos enfermedad, no es condición suficiente. Algunos ejemplos sencillos lo demuestran de modo palmario. Nadie tiene hoy la misma idea de salud o de enfermedad que él mismo tenía hace veinte o treinta años. Y menos entiende por tales lo mismo que entendieron su madre o su abuela. No se trata sólo de que hoy sepamos más que entonces. Se trata de que en la definición de salud y enfermedad intervienen hechos, esos que intenta identificar el médico mediante las pruebas exploratorias y analíticas, pero intervienen también otros factores más sutiles, que cuando menos hay que decir que no son hechos, hechos objetivos, datos fisiopatológicos. Sin compromiso ulterior, los podemos llamar valores. Las diferencias entre nuestra idea de salud o enfermedad y la de nuestras abuelas, nuestras madres, o la de nosotros mismos hace diez o quince años, no se deben sólo a los hechos, a que hoy sepamos más de lo que sabíamos entonces, sino a que han cambiado los valores. Nuestros valores no son los mismos que los de nuestras abuelas, ni que los de nuestras madres, ni tampoco son idénticos a los que nosotros manteníamos algunos lustros atrás.

La salud y la enfermedad, señores académicos, son fenómenos humanos tremendamente complejos, tan complejos como la propia realidad humana. Pensar que puede atrapárseles sólo con procedimientos diagnósticos más sutiles o con nuevas técnicas de laboratorio, es cerrar los ojos a la evidencia. El ser humano tiene dimensiones mucho más profundas y complejas que ésas. Los valores no son hechos, pero sin embargo constituyen lo más importante que tenemos los seres humanos. Por valores, económicos, políticos, religiosos, patrióticos, se mata y se muere. Por hechos nunca sucede tal cosa. Pues bien, los médicos hemos exigido a nuestros pacientes que dejen sus valores a la puerta del hospital, antes de entrar en él, porque en este santuario que nos hemos creado y del que nos consideramos reyes, hemos decidido que sólo los hechos son relevantes. Si un paciente con una hemorragia aguda era o no testigo de Jehová nos tenía sin cuidado, convencidos como estábamos de que nuestra obligación era hacer lo mejor por él de acuerdo con los puros hechos clínicos, el volumen sanguíneo perdido, la volemia total, el índice hematocrito, etc. Habría que preguntarse si una conducta terapéutica establecida sólo a la vista de esos hechos y sin tener en cuenta los valores de los pacientes puede considerarse hoy correcta. Dejo a cada cual su propia respuesta.

Pues bien, estos temas son los propios de una Patología general consciente de su condición de tal. No es fácil tener ideas claras sobre estos temas, ni tampoco responder con precisión a esas preguntas. Pero resulta fundamental que los profesionales tengan claridad mental en torno a ellas. Incluso cuando no se tiene, todos intuimos que su respuesta no puede venir tanto de la medicina positiva o científica cuanto de otros enfoques más cercanos a las llamadas Ciencias humanas o Humanidades. De ahí que muchos médicos, en un intento por darlas cabal respuesta, se hayan acercado siempre a los estudios humanísticos. Y es que, en efecto, la Patología general ha estado siempre llamada a ser el gran punto de conexión entre las Ciencias aplicadas a la medicina y las Humanidades médicas.

Me parecía importante señalar lo anterior en orden a situar la figura de don Francisco Javier García-Conde Gómez. Él tuvo desde muy joven la intuición de que en la enfermedad convergían esas dos dimensiones, la científica y la humanística. Eso hace que la medicina sea mucho más difícil que cualquier otra profesión puramente técnica. Recordar la expresión tópica con que se la ha definido tantas veces: la más humana de las ciencias, la más científica de las humanidades. Esto añade al saber positivo del médico todo el atractivo de lo misterioro y recóndito, aquello en lo que uno intuye algo profundo e importante. No hay duda que la medicina atrae de modo irresistible a muchas personas, entre ellas a la práctica totalidad de los médicos, que por eso eligieron esa profesión. Y si se penetra en esa atracción, se verá que en el fondo de ella está esta sensación de vértigo que producen siempre las profundidades y que ejerce sobre todos nosotros un atractivo prácticamente irresistible.

Digo que el Dr. García-Conde sintió esta atracción. Y que ella es la que le hizo preocuparse siempre, a todo lo largo de su vida, no sólo por los aspectos científico-técnicos de su profesión, sino también por los humanísticos. Y por ello se acercó siempre a aquellos compañeros suyos que podían enseñarle algo o mucho en este sentido. No puedo no enumerar a los dos o tres principales: el profesor Novoa Santos, don Gregorio Marañón y don Pedro Laín Entralgo, los tres miembros distinguidos de esta Real Academia.

En primer lugar, Roberto Novoa Santos. Laín ha escrito que su Manual de Patología General “daba testimonio de una casi increíble hazaña: un hombre todavía joven, alejado, por añadidura, de las ciudades españolas en que el contacto con la cultura europea era más vivo, presentaba el saber fisiopatológico de aquellas fechas con un rigor y una documentación nada inferiores a los de cualquier óptimo docente de París, Berlín y Viena”. Esto, no hay duda, fascinaba a sus oyentes, que veían en él un nuevo modo de enfocar el estudio de la enfermedad humana. Si hoy repasamos las hojas de su viejo tratado, no nos costará nada descubrir en qué consistía su novedad. Novoa había aplicado al estudio de la enfermedad humana la idea evolucionista, que tan buenos resultados había dado ya en algunos otros investigadores españoles, a la cabeza de todos don Santiago Ramón y Cajal. Es preciso entender la enfermedad como un fenómeno evolutivo de adaptación o desadaptación al medio. De ahí que Roberto Novoa la definiera de este modo: “Proceso que traduce la fata de adaptación del organismo a los más variados estímulos morbosos (excitantes patógenos); y las reacciones que sobrevienen en este estado, deben conceptuarse como expresión de la tendencia del cuerpo vivo a adaptarse a las nuevas condiciones a que se encuentra accidentalmente sometido”.

La enfermedad como un fenómeno propio de la evolución biológica. Tal era el punto de vista, ciertamente novedoso y revolucionario, de Novoa Santos. Pero a poco que se considere se verá que también es un concepto insuficiente. La enfermedad no es sólo un fenómeno de adaptación o desadaptación, porque no es un mero hecho biológico. Permitidme que me explique. No hay duda de que el ser humano es resultado de la evolución de las especies, y que como tal se halla sometida a sus leyes. Pero tampoco la hay de que él supone un salto muy importante en el proceso evolutivo. En la evolución animal, es el medio el que decide qué organismos biológicos pueden vivir en él y cuáles otros no. El medio es el que va seleccionando las especies, de tal modo que si éstas no son adecuadas al medio en que se encuentran, o bien mueren, o bien enferman. Eso es lo que dice la definición de Novoa. Pero el caso de la especie humana es algo diferente. Y ello, porque el ser humano tiene una cualidad distinta a todas las demás, la inteligencia. La inteligencia es, como señaló Zubiri, una cualidad biológica, cuya función básica es adaptar a los seres de la especie humana al medio. Los seres humanos no tenemos grandes cualidades biológicas: no corremos como las gacelas, ni vemos como los linces, ni tenemos el olfato de los perros. Nuestra capacidad de adaptación al medio es ciertamente muy pequeña, menor que la de los animales que han pervivido. Pero el ser humano tiene una cualidad especial, la inteligencia. La inteligencia es peculiar, porque adapta al medio por un mecanismo no sólo distinto sino, en buena medida, opuesto al existente hasta entonces: la inteligencia permite al ser humano modificar el medio en beneficio propio, de tal modo que ahora es el ser biológico el que modifica el medio, y no al revés, como había venido sucediendo antes. ¿Por qué es esto importante? Porque esa modificación del medio en beneficio de inventario que el ser humano produce, es lo que llamamos “cultura”. El naimal vive en la naturaleza. El ser humano no vive en un medio natural, sino en un mundo cultural. Y la cultura se construye a base de valores. Dicho de otro modo, la cultura es el resultado del proceso de valoración del ser humano. En la vida humana no sólo hay hechos, hay también valores, precisamente porque no vivimos sólo en la naturaleza sino siempre y necesariamente en una naturaleza transformada, convertida en cultura. Y por ello la enfermedad no es sólo un fenómeno de “adaptación” al medio; es algo más, una “creación” específicamente humana, un fenómeno cultural. Pocas personas lo vieron con tanta claridad como Friedrich Nietzsche.

En orden al tema que nos ocupa, el de la salud y la enfermedad, esto significa que estas dos realidades no son en el ser humano fenómenos puramente naturales sino culturales, y que por tanto no pueden entenderse como puros hechos sino como realidades dotadas de valor. Y como el valor se expresa siempre culturalmente, resulta que para entender la enfermedad humana no es suficiente ocuparse de su aspecto natural, como si de la enfermedad de un animal se tratara; es preciso también tener en cuenta su dimensión cultural, valorativa, axiológica.

En la medicina española anterior a la guerra civil, quien vio más claramente esta dimensión cultural y humana de la enfermedad fue, sin duda, don Gregorio Marañón. De ahí que él se convirtiera inmediatamente en otro de los polos de atracción de todos aquellos estudiantes de medicina preocupados por la enfermedad no sólo como hecho biológico sino también como fenómeno humano. Uno de ellos era don Francisco Javier García-Conde.

Conmemorando el centenario de su nacimiento, esta Real Academia le dedicó su sesión del día 26 de mayo de 1987, bajo el título general de “Elogio y recuerdo en el centenario del nacimiento de don Gregorio Marañón”. El segundo de los intervinientes fue el doctor García-Conde, que comenzó glosando su primer encuentro con el maestro: “Una mañana de octubre de 1931 el aula sexta del viejo Colegio de San Carlos rebosaba de médicos y estudiantes que acudían a escuchar la primera lección del Dr. Gregorio Marañón y Posadillo, nombrado poco tiempo antes Catedrático Extraordinario de Endocrinología Médica, asignatura opcional del Doctorado”. Éste fue su primer encuentro con don Gregorio. Pero lo que me interesa resaltar no es tanto ese comienzo, como el final del texto, cuando expresa lo que Marañón fue para él y para otros muchos como él: “alguien que había sido para nosotros, como Kant para Ortega, una atmósfera particular que durante largos años nos proporcionó el ‘aire' que espira el buen médico, actitud humana en el quehacer, saber en el conocimiento y capacidad técnica en nuestro contacto con los enfermos. Un excelente clínico catalán, Reventós, decía: ‘una cosa es saber medicina y otra cosa es saber ser médico'. Mejor las dos cosas, que Marañón reunía en armónico concierto”.

En Marañón aprendió el Dr. García-Conde que la enfermedad humana tiene una dimensión sutil y difícil de aprehender, pero que la distancia abismalmente de la enfermedad puramente animal. Es una dimensión que Marañón intuía, sabía ver y respetaba. En esto su actitud era muy distinta y claramente superior a la de Novoa Santos. García Conde lo intuyó inmediatamente. He aquí cómo lo expone: “Habíamos sido iniciados en el conocimiento de la Patología General por nuestro gran maestro, Roberto Novoa Santos, uno de los hombres más brillantes que nos ha sido dado conocer y que lo era tanto en la exposición de las enfermedades sistematizadas de la médula espinal como en el estudio de las crisis de Teresa de Jesús y en el cual la ciencia positiva había sido iluminada por las perspectivas a las que fue sometida por von Krehl. Don Gregorio, con una sistemática sencilla, un examen de los problemas clínicos que trascendía de su experiencia, y un análisis de los mecanismos patológicos partiendo de un razonamiento, atenido a los hechos elementales conocidos, nos situaba en otra perspectiva del enfermar distinta a la que hasta ahora habíamos escuchado. Marañón, distante de la brillantez, la cual según él oscurece, se apoyaba en la claridad y en la sencillez.”

Está claro: García-Conde vio pronto que el enfoque de Marañón era no sólo distinto sino superior al que había propuesto Novoa. Y para designar eso nuevo y superior, García Conde, como todos los que estuvieron cerca de su maestro, no tiene más que una palabra, “humanidad”. Marañón tenía un enfoque más humano. Lo cual es decir mucho y casi no decir nada. De hecho, el propio Marañón nunca llegó a conceptuar con rigor en qué consistía esto. De ahí la importancia que en la medicina española en general, y en el caso concreto de Dr. García-Conde, tuvo el tercero y último de sus mentores intelectuales, don Pedro Laín Entralgo. Laín ha sido la persona que con más claridad se ha ocupado de la dimensión estrictamente humana de la enfermedad. Todavía está por hacer un estudio adecuado de su pensamiento y de su obra. Pero si hubiera que resumir su pensamiento en unas cuantas líneas, éstas dirían que lo propiamente humano de la enfermedad es lo más importante en la relación médica. Laín tenía claro que eso había sido evidente desde siempre, pero que sólo últimamente se había intentado manejar de modo técnico esa sutil dimensión, la específicamente humana, del enfermar. A ello dedicó toda su vida. Sus libros de antropología giran siempre en torno a esta idea. Y los de historia de la medicina, también. En 1950 publicó La historia clínica: Historia y teoría del relato patográfico. En la introducción nos dice que con él iniciaba el estudio histórico y sistemático de los diferentes capítulos de una Antropología general, de una Patología general y de una Terapéutica general a la altura de los tiempos. Los avatares de la vida le impidieron hacerlo. Pero él siempre conservó esta preocupación y procuró volver a su antiguo proyecto. Varias veces le oí decir que su recóndito deseo había sido siempre poder impartir la asignatura de Patología general. Pero ateniéndonos sólo a lo publicado, cabe decir de Laín que no ha habido persona que en la medicina española haya dedicado tanto y tan importante esfuerzo al tema de la enfermedad humana, ni tampoco médico español importante de los últimos sesenta años que no haya visto en Laín esto y que no haya recibo su influencia.

Roberto Novoa Santos, Gregorio Marañón, Pedro Laín Entralgo. Tres mentores de Francisco Javier García-Conde. A partir de ellos, sobre ellos, él realizó su propia obra personal, como catedrático de Patología general y como jefe de servicio de Medicina interna. Él quiso unir siempre a la competencia técnica la dimensión humana. Sus escritos así lo manifiestan. Cuando cumplió cincuenta años de ejercicio profesional, pronunció un discurso en la Academia de Medicina de Valencia titulado “Panorama de la Medicina Interna”. En él puede verse el modo como siempre quiso enfrentar su actividad profesional.

Quiero referirme a otro aspecto de la personalidad del profesor García-Conde. Me refiero a su calidad de presidente de la Comisión de Deontología, Derecho médico y Visado del Colegio de Médicos de Valencia durante muchos años. Su interés por la ética venía, de nuevo, de sus maestros. Baste recordar el ensayo de don Gregorio Marañón sobre Vocación y ética. Y cuando Laín Entralgo escribió su libro La relación médico-enfermo, hubo de dedicar un capítulo, como no podía ser menos, a lo que denominó “el momento ético-religioso de la relación médica”. El libro de Marañón se publicó el año 1936. El de Laín apareció casi treinta años después, en 1964. Pocos años después hacía su aparición la bioética como movimiento. Algunos no lo conocieron, como Marañón, y otros, como Laín y García-Conde, no pudieron ya asimilarlo en profundidad. Pero la preocupación estaba en ellos latente. No me cabe duda de que los desarrollos actuales de esta disciplina asombrarían a los tres y les llenarían de ilusión.

He de terminar. Estamos recordando a un querido compañero, amigo y maestro. Él ya ha terminado su trabajo. Podrá decir con Pablo de Tarso: bonum certamen certavi, cursum consumavi, fidem servavi; in reliquo reposita est mihi iustitiae corona, “he luchado la noble lucha, he finalizado la carrera, he mantenido la fe; por lo demás, reservada me está la corona de la justicia” (2 Tim 4,7-8) Pero la vida continúa. Y la medicina, también. De hecho, la labor que iniciaron sus maestros, Novoa Santos, Gregorio Marañón, Pedro Laín Entralgo, él mismo, sigue en pie, necesitada de nuevas aportaciones. El problema de lo que Laín llamaba la personalización de la enfermedad sigue abierto, y las respuestas no pueden consistir hoy en la mera repetición de las que ellos dieron. Hay que ir más allá. Es necesario, es urgente. Y pienso que todos ellos, Roberto Novoa Santos, Gregorio Marañón, Pedro Laín, Francisco Javier García-Conde, estén donde estén, en ese lugar que Pablo de Tarso dice que merecen los que han resistido la carrera y alcanzado la meta, nos estarán diciendo lo mismo: adelante, seguid profundizando en esa realidad honda y misteriosa que es el ser humano. Porque, como ya dijera Sófocles, “cosas misteriosas hay, pero ninguna tanto como el hombre”.